Slide Notes
Gracia de grandes ligas
ROMANOS 5.1–3
Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la
esperanza de la gloria de Dios.
ROMANOS 5.1–2
Imaginen lo siguiente
¿Bateadores corriendo al plato para batear? ¿Nada de protestas por decisiones
cuestionables de los UMPIRES? ¿Agradecer a los UMPIRES después de los partidos?
¿Devolviendo los aficionados las pelotas que les caían cerca?
¿Es esto béisbol de grandes ligas?
Lo fue. Por unas pocas semanas durante la primavera de 1995 el béisbol
profesional fue diferente.
Los brazos de un millón de dólares se quedaron en sus
casas. Los bates Cadillac estaban en los estantes.
Los jugadores contratados se
encontraban en negociaciones pidiendo más dinero. Los dueños, decididos a
empezar la temporada, abrieron de par en par las puertas a casi cualquier persona que supiera cómo recoger del suelo una pelota o correr ante un batazo.
No eran jugadores de las ligas menores, pues estas también se fueron a la huelga.
Eran hombres que pasaron de ser entrenadores de ligas infantiles una semana, a vestir el uniforme de los Medias Rojas a la siguiente.
Los partidos no eran primorosos, cabe decirlo. Batazos en línea rara vez
llegaban a la periferia del terreno. Un entrenador dijo que sus lanzadores tiraban
las pelotas con tanta lentitud que el radar ni siquiera alcanzaba a medir su
velocidad. Un aficionado podía vender una docena de maníes en el tiempo transcurrido mientras devolvían una pelota del extremo del terreno.
Los jugadores jadeaban y resoplaban más que «La locomotora que sí pudo».
Pero, ¡vaya que esos jugadores se divirtieron! En el diamante se hallaban jugadores que participaban solo por el gusto de jugar. Cuando el entrenador les ordenaba correr, corrían.
Cuando se necesitaba un voluntario para espantar
moscas, una docena de manos se ofrecían. Llegaban al estadio antes de que las
puertas se abrieran, engrasaban sus guantes y limpiaban sus zapatos.
Cuando era hora de irse a casa, se quedaban hasta que los empleados del estadio los
echaban fuera. Agradecían a los ayudantes que lavaban sus uniformes.
Agradecían a los que les servían los alimentos. Agradecían a los aficionados por pagar su dinero para verlos jugar. La fila de jugadores dispuestos a firmar
autógrafos era más larga que la de aficionados.
Estos hombres no se consideraban una bendición para el béisbol, sino que el
béisbol era una bendición para ellos.
No esperaban lujos; se sorprendieron al encontrarlo.
No exigían más tiempo en el terreno; estaban entusiasmados con la
sola idea de jugar.
¡Era béisbol otra vez!
En Cincinnati, el administrador general salió al terreno para aplaudir a los aficionados por haber venido.
El equipo de Filadelfia obsequió perros calientes y
sodas. En el canje del año, los Indios de Cleveland les cedieron cinco jugadores a
los Rojos de Cincinnati, ¡gratuitamente!
No era espectacular. Se echaban de menos los jonrones de tres carreras y las
pelotas atrapadas con las uñas. Pero todo quedaba olvidado por la pura alegría de
ver jugar a peloteros que realmente disfrutaban del juego. ¿Qué los hizo tan
especiales? Sencillo.
Vivían algo que no merecían. Estos hombres no llegaron a
las grandes ligas por su habilidad, sino por suerte. No los seleccionaron por ser
buenos, sino porque estaban dispuestos.
¡Y lo sabían! Ni una sola vez se leyó un artículo sobre un jugador de reemplazo
discutiendo por el bajo salario. Lo que sí leí fue una crónica de un señor que ofreció cien mil dólares si algún equipo lo contrataba. No había ninguna pelea por posiciones.
No se ponía en duda a la administración. No había huelgas. No había encierros ni paros. Vaya, estos hombres ni siquiera se quejaron de que el
monograma con su nombre no estaba cosido en la camiseta. Sencillamente estaban contentos por ser parte del equipo.